Cuando era adolescente, había
algo en la relación con mi madre que me ponía furiosa, sobre todo cuando
yo me empeñaba en hacer algo que a ella no le parecía del todo sensato.
Me gustara o no, ella siempre tenía La Razón; fuera o no cierto, había
que llevar la fiesta en paz para que no me cancelara los permisos del
fin de semana. Decía “Sí, mamá”, azotaba la puerta y me quedaba rumiando
un nudo de preguntas que sólo años después encontrarían respuesta. ¿Por
qué se mete en mi vida si ella ya vivió la suya? ¿Qué más le da si mi
falda es demasiado corta o mi novio es demasiado hippie? ¿Y qué si no
soy práctica ni buena estudiante? ¿Por qué no me deja en paz?
Detalles más, detalles menos, a todas nos pasó algo similar. Luego
crecimos, formamos una pareja, encontramos un trabajo, vinieron las
alegrías, los problemas, los logros, las enfermedades, tal vez los
hijos. Según nosotras, fuimos resolviendo la vida a nuestro modo y no
como decía mamá; en cada decisión afirmamos nuestra personalidad y nos
forjamos un carácter que parecía muy distinto al de nuestra madre. Sin
embargo, no sé ustedes, pero a veces me descubro haciendo expresiones
idénticas a las de mi madre. Como si se tratara de una semilla que
florece después de quince años, desde lo más profundo de mi inconsciente
ahora emergen reacciones y posturas, físicas e ideológicas, que me
recuerdan a mamá cuando era más joven.
De unos años a la fecha, también me ha pasado algo muy curioso: estoy
hablando con mis amigas sobre alguna situación difícil y en la
verbalización del problema comienzo a darme cuenta de algo importante.
Entonces viene a mi mente ESA vocecilla materna, a veces amorosa, otras
disciplinaria y rígida. De pronto, las palabras de mi madre le dan
sentido a todo mi problema y no me queda sino aceptarlo: “Ya me lo decía
mi madre”, concluyo, mientras mi Yo adulta afirma con la cabeza y mi Yo
adolescente tuerce la boca. Sí, es difícil de aceptar que, conforme
vamos creciendo, las razones de mamá van ganando terreno.
Pero OJO: no es lo mismo cuando una lo reconoce que cuando viene nuestra
santa madre en su papel aleccionador (insufrible), pone una mano en la
cintura, levanta el dedo índice de la otra mano muy cerca de su nariz,
alza las cejas y escupe un gangoso “Te lo dije, m’ijita, pero no querías
escucharme”. Para todas las mamás del mundo mundial: ¡ahórrenselo!, ese
tipo de comentarios son como una patada en el hígado. Bien saben que es
preciso experimentar las dificultades en carne propia para entender
cómo resolverlas de una vez por todas.
Tiene razón, pero no siempre
Hay veces que me descubro en flagrante aplicación de los dichos que le
aprendí a mi madre y que ella, a su vez, aprendió de la abuela: “El
flojo y el mezquino anda dos veces el camino”, “Una como quiera, pero ¿y
las creaturas?”, “Explicación no pedida, culpabilidad aceptada”, “Quien
da señas del camino es porque andado lo tiene”… Antes, al decirlo me
invadía un sentimiento entre chistoso y terrorífico, pues me daba cuenta
de que los años no han pasado en balde (un dicho muy de mamás, por
cierto). Ahora lo acepto con humor y me mantengo alerta. Hay ciertas
actitudes que repetimos de manera irreflexiva, valores que a mi madre o a
mi abuela le fueron muy útiles pero que ya no lo son para mí, porque yo
no soy mi madre ni sus circunstancias se parecen a las mías.
Independientemente de que la relación con mamá sea buena o mala, es
preciso aceptar que ellas moldearon nuestra manera de ser mujeres, y que
nosotras decidimos ser quienes somos por imitación o negación del
modelo que ellas nos inculcaron. Aunque pongamos kilómetros, relaciones o
psicólogos de por medio, aunque haya rencores u opiniones encontradas,
ellas nos han transmitido (de la mejor manera que hallaron) una
sabiduría femenina a la que no podemos renunciar, de la misma manera que
no podemos renunciar a la sangre que corre por nuestras venas.
Hoy, cuando pienso en el mentado “ya me lo decía mi madre”, entiendo que
las palabras de mi mamá vienen gestándose desde muchas generaciones
atrás, donde madres e hijas también pelearon y se reconciliaron. Me
alegra que mi vida y la de mi madre tengan un rumbo bien distinto;
también me siento afortunada de poder abrazar nuestras diferencias cada
fin de semana. Siempre le estaré agradecida por haberme enseñado a ser
la mujer que soy. Ella me mostró que hay que ser humilde ante los
misterios de la vida, que nunca hay que perder la fe, que el amor no
juzga, que el trabajo honesto dignifica, que el matrimonio es una prueba
constante y que una mujer debe confiar en su intuición, decidir con la
cabeza y actuar desde el corazón.
Y tú, ¿con los años te alejas o vas paréciendote a tu madre? ¿Cuál ha
sido su mayor enseñanza para ti?